Por Hernán Cortés
"Producida por el director de El conjuro", reza, a modo de señuelo, el afiche de Cuando las luces se apagan. Pero si la referencia a James Wan hace suponer un film a la altura de su obra como realizador, hay que decir que no serán pocos los que saldrán decepcionados de la sala. Es que la película del joven David Sandberg -versión expandida de un corto suyo de 2013- cae sin remedio en lo que, salvo honrosas excepciones (justamente Wan es una de ellas), ya es una patología que padece el cine de terror actual: una idea interesante que no se logra capitalizar del todo y cuyas carencias son disimuladas por sustos efectistas y aisladas vueltas de tuerca.
Aquí, Teresa Palmer interpreta a Rebbeca, una veinteañera que deja su hogar (madre, padrastro y hermano) para escapar de un trauma que acecha a los suyos desde hace muchos años. Cuando Sophie (María Bello), su madre, era una niña estuvo internada en un neuropsiquiátrico donde conoció a Diana, una chica que experimenta fenómenos paranormales.
El tiempo pasó, pero la presencia de Diana, quien aparentemente sólo existía en la mente de Sophie, será una pesadilla para la familia, especialmente cuando el pequeño Martín (Gabriel Bateman) comience a tener las mismas visiones que su hermana. Es que Diana, corporizada en un ser siniestro con filosas garras, sólo aparece "cuando las luces se apagan". Rebbeca deberá involucrarse tanto para proteger a Martin como para velar por la salud mental de Sophie.
Mediante el recurso de asustar en la oscuridad, el film logra algunos hallazgos visuales producto de un cuidado trabajo de edición. Pero cuando el truco se agota, las situaciones resultan algo forzadas (hay bajas de tensión y apagones abruptos). La acción dramática tampoco acompaña: en su rol protagónico, la bella Palmer trasmite más fotogenia que calidad interpretativa, lo mismo que el insulso resto del elenco. Lamentablemente, Cuando las luces se apagan no escapa a la desfavorable actualidad de un género que pide una renovación urgente.
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